Hace tan sólo cinco años, El COVID-19 llegó como un golpe inesperado para la humanidad. Durante los primeros días de la pandemia, el miedo y la incertidumbre dominaron nuestras vidas. Enfrentamos juntos una crisis global sin precedentes, una situación que nos obligó a reflexionar sobre nuestras prioridades, sobre el sistema de salud, el bienestar colectivo y sobre nuestras propias acciones en el día a día.
Las secuelas de la pandemia han dejado marcas imborrables: en las familias que perdieron a seres queridos, en aquellos que sufrieron el impacto psicológico de vivir en aislamiento, en las economías que colapsaron, en la salud pública que se vio sobrepasada. Pero, lo más alarmante no son las huellas físicas, sino cómo hemos olvidado las lecciones más profundas que nos dejó el virus.
En lo individual, nos vimos obligados a revisar nuestras conductas cotidianas. Las mascarillas, el distanciamiento social, el lavado de manos, y la conciencia sobre la propagación de virus se convirtieron en parte de nuestra rutina diaria. Había un sentido de responsabilidad colectiva, como si, por fin, nos diéramos cuenta de que nuestras acciones individuales afectan al otro. La pandemia trajo consigo la reflexión sobre la fragilidad humana, sobre la importancia de la solidaridad y de poner el bienestar común por encima del egoísmo.
Sin embargo, hoy, muchos de esos hábitos han sido olvidados. Pareciera que el desgaste emocional y físico de convivir con el virus nos hizo desear, con desesperación, el regreso al pasado, sin entender que las lecciones sobre cuidado personal y colectivo deben mantenerse vivas en nuestras vidas cotidianas.
En el plano institucional, la respuesta ante el COVID-19 reveló tanto los puntos fuertes como las grietas de los sistemas de salud y los mecanismos de gobernanza global. La crisis sanitaria expuso la desigualdad en el acceso a la salud, la falta de infraestructura en muchos países y la fragilidad de las instituciones en momentos de emergencia.
Los gobiernos reaccionaron con medidas urgentes, pero las disparidades entre los países ricos y los más vulnerables quedaron patentes. Los recursos escasearon en lugares donde más se necesitaban, y la solidaridad global fue, a menudo, solo una palabra vacía. El panorama actual muestra que, en lugar de reforzar las instituciones, muchos países parecen haber regresado a sus prácticas previas, sin las reformas necesarias. Los sistemas de salud siguen siendo frágiles, la cooperación internacional parece haberse debilitado, y los mecanismos de prevención y respuesta ante emergencias se han dejado en segundo plano.
Es irónico que, en un mundo interconectado como el nuestro, donde la información fluye rápidamente y la conciencia global es mayor, tengamos la tentación de olvidar las lecciones de una crisis que nos afectó profundamente.
Es crucial que reflexionemos sobre lo que aprendimos durante el COVID-19 y cómo esas lecciones pueden aplicarse no solo a nivel individual, sino también en las políticas públicas y las estructuras internacionales. Si realmente queremos que la humanidad avance hacia un futuro más seguro y justo, no podemos permitirnos olvidar lo vivido. Necesitamos recordar y aplicar lo aprendido para estar mejor preparados ante lo que venga.
Anabel Alvarado
