Para las y los colaboradores del INAH
En 1986, la capital tlaxcalteca obtuvo su declaratoria de Zona de Monumentos Históricos. El decreto marcó un hito: no sólo reconocía la riqueza cultural y arquitectónica de la ciudad, sino que le otorgaba un marco jurídico para protegerla. Era, en el fondo, una declaración de amor a lo que somos. Porque los edificios, los muros, las plazas… no son simples estructuras: son la memoria hecha piedra.
Los monumentos históricos no están hechos sólo de cantera, ladrillo o madera. Son testigos vivos de un pasado que sigue latiendo en el presente. Caminar por el centro histórico de Tlaxcala es recorrer siglos: desde la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción —hoy Patrimonio de la Humanidad— hasta los rincones que aún murmuran en náhuatl las historias de los pueblos originarios que fueron columna vertebral de lo que hoy llamamos México.
La arquitectura virreinal —con sus techos altos, sus patios interiores y su sobria elegancia— no es sólo una huella de esa etapa: es el relato, en piedra y cal, de una historia compleja donde convergen resistencia, mestizaje y reconstrucción identitaria. Cada edificio cuenta, con silencios y grietas, lo que los libros no siempre alcanzan a narrar.
Pero el patrimonio no se encierra en muros. Está también en los callejones, en los murales, en las plazas donde aún se baila al son del carnaval. En los museos que resguardan objetos, gestos, rituales y formas de ver el mundo. En esos detalles —a veces casi invisibles— habita el alma de un pueblo.
Conservar ese legado no es un gesto nostálgico: es un acto de resistencia frente a un mundo cada vez más uniforme, donde la identidad se diluye en pantallas y algoritmos. Nuestro patrimonio no sólo nos dice de dónde venimos: también nos recuerda quiénes somos y hacia dónde podríamos ir. Es un ancla y una brújula.
En Tlaxcala, ese patrimonio vive en sus fiestas populares, en sus danzas ancestrales, en las ferias donde lo sagrado y lo profano conviven como viejos conocidos. Y sobre todo, vive en la voluntad de quienes aún creemos que vale la pena preservar lo que nos hace únicos.
Los retos persisten. La conservación no puede ser tarea de unos cuantos. Hace falta una ciudadanía activa, autoridades comprometidas y una nueva mirada que entienda que el pasado no es estorbo, sino cimiento.
A 500 años de la fundación de Tlaxcala, más que preguntarnos qué futuro construiremos, deberíamos pensar cómo queremos recordar. Porque la memoria —como los muros viejos— también necesita cuidados. Que las generaciones futuras puedan seguir reconociéndose en estas calles, en estas piedras, en estos silencios cargados de historia.
Preservar es resistir. Proteger es amar. Y celebrar, siempre, es recordar que las raíces no impiden volar: son, precisamente, lo que nos permite hacerlo.