En un mundo donde la tecnología desafía cada día lo que creíamos imposible, Albania decidió jugar una carta inesperada: presentar a Diella, la primera “ministra” creada con inteligencia artificial. Sí, un gobierno que pone al frente de las adquisiciones a un ente virtual. Nada de compadrazgos, nada de guiños en lo oscurito: decisiones tomadas por datos y algoritmos. Una idea que suena tan limpia que parece utópica.
La propuesta tiene su mérito. La IA puede ser un bisturí de precisión quirúrgica: detectar irregularidades, cortar fugas de recursos, imponer eficiencia donde antes reinaban favores. Imaginemos un sistema que asigna contratos no al “amigo” de siempre, sino al proveedor más eficiente y con mejor precio. Albania, país marcado por la corrupción endémica, sueña con ser laboratorio de una nueva forma de gobernar: sin bolsillos escondidos ni manos largas.
Pero aquí conviene recordar un principio universal, de esos que se aprenden entre escobas y trastes: “para saber mandar hay que saber hacer”. El dicho parece de abuelita, pero es una lección de gobierno. Porque de nada sirve tener a la IA como ministra si quienes la programan no entienden el terreno, o si quienes la supervisan creen que basta con apretar un botón. Mandar no es mandar por mandar: es saber preguntar, saber guiar, saber corregir. Y si el humano no sabe “hacer”, la máquina termina mandando sola… y lo que parecía solución se convierte en catástrofe digital.
No olvidemos que la IA no es un oráculo infalible, sino un espejo de los datos que se le dan. Y los espejos, ya se sabe, a veces devuelven imágenes distorsionadas. ¿Qué pasará si los datos están incompletos, manipulados o sesgados? Entonces tendremos un algoritmo incorruptible… que reproducirá con frialdad matemática los mismos vicios que juraba combatir. Al final, la pregunta incómoda sigue ahí: si algo sale mal, ¿quién se hace responsable? ¿El programador, el gobierno… o la nada?
La IA puede ayudarnos mucho, pero no sustituye la responsabilidad. Mandar bien exige saber hacer: quien no sabe, no manda… apenas finge que manda mientras otros deciden por él. Y en política, como en la vida, delegar la ignorancia siempre acaba siendo el negocio más caro.