Lo sucedido este martes en la Tienda China de Chiautempan, y un día después en el Congreso de Tlaxcala fue el reflejo de una contradicción profunda y dañina en la política de desarrollo estatal. Un grupo de empresarios chinos, visiblemente angustiados, expuso no solo un caso de presunto acoso administrativo, sino la fractura de un discurso oficial que promete apertura y cercanía, mientras en la práctica ejerce una burocracia asfixiante y arbitraria.
El núcleo del problema es una perversión institucional: el Estado otorga licencias y permisos, invirtiendo tiempo y recursos de los empresarios, para luego, en un giro absurdo, clausurar los mismos establecimientos.
Esto no es regulación; es una trampa. Es la creación de un ciclo donde el empresario, confiando en los documentos oficiales, cae una y otra vez en una celada burocrática que culmina con multas exorbitantes y cierres repetidos. La pregunta es inevitable: ¿se trata de incompetencia, o de una estrategia deliberada de hostigamiento y extorsión encubierta?
La trabajadora que los acompañaba puso el dedo en la llaga al señalar la evidente doble moral: productos chinos sin las debidas especificaciones inundan el mercado, pero la coerción se aplica de manera selectiva y agresiva contra estos establecimientos específicos. Cuando la aplicación de la ley es inconsistente y parece dirigida, deja de ser ley para convertirse en un instrumento de presión.
Las consecuencias trascienden lo comercial. Aquí hay un drama humano y económico de primera magnitud: más de 120 empleos directos, familias tlaxcaltecas que dependen de esos salarios, están pendientes de un hilo. Los dueños, despojados de capital por multas recurrentes, no pueden cubrir nóminas, rentas o el IMSS. El daño colateral es inmenso. Además, la denuncia de robos durante las clausuras y la indiferencia de la Fiscalía para atenderlas pintan un cuadro de total desprotección y vulnerabilidad, donde el empresario es visto no como un generador de riqueza, sino como una presa.
El llamado final a la gobernadora Lorena Cuéllar Cisneros es claro y contundente: «Si nos está escuchando, simplemente queremos llegar a un acuerdo… Si dicen ‘no son bienvenidos los chinos en Tlaxcala’, díganos, y nos iremos». Es una exigencia de honestidad brutal, así, sin maquillaje y sin retoques. Los inversionistas piden lo mínimo para operar: reglas claras, predecibles y aplicadas de forma pareja. O se les integra con certeza jurídica al marco productivo estatal, o se les dice de frente que no hay espacio para ellos.
Tlaxcala se encuentra en una encrucijada. Puede elegir entre ser un estado que realmente fomente la inversión —lo que implica corregir de urgencia esta maraña regulatoria y cesar el hostigamiento— o revelarse como un territorio donde la palabrería sobre “cercanía a la gente” y “apertura” es solo un eslogan vacío que esconde prácticas opacas y exclusionistas.
El “viacrucis” de estos empresarios es, en realidad, un síntoma de una enfermedad mayor: la arbitrariedad que ahoga la economía y destruye la confianza. El gobierno estatal tiene la palabra. Debe actuar con rapidez, investigar estas denuncias a fondo, depurar responsabilidades en las dependencias señaladas (Coeprist, Protección civil y Profeco) y establecer un canal de diálogo claro. La estabilidad de más de un centenar de familias y la credibilidad de Tlaxcala como entidad seriamente gobernada están en juego. El silencio o la inacción serían la confirmación de que la puerta, en efecto, está cerrada.
