Seguramente muchos no tendrían ni idea de dónde está Burkina Faso en el mapa. Un país africano lejano, perdido entre desiertos y conflictos que parecen ajenos a nuestra realidad. Y, sin embargo, la distancia en kilómetros se borra cuando hablamos de poder, porque el poder se comporta igual en cualquier parte del mundo.
Allá, en el corazón de África, gobierna el jefe de Estado más joven del planeta: Ibrahim Traoré, con apenas 36 años. Llegó al poder por la vía de las armas, tras un golpe militar. Para un país acosado por el terrorismo yihadista, su juventud y carisma parecían la promesa de un futuro distinto. En su voz muchos vieron la fuerza de la nueva generación, la ruptura con el viejo orden.
Pero pronto se impuso la paradoja de todos los “salvadores”: en nombre de la seguridad, se restringieron las libertades. Se cerraron medios internacionales como la BBC y France 24, se intimidó a periodistas locales, se persiguió a críticos. Peor aún, opositores y activistas han sido reclutados a la fuerza y enviados al frente de batalla. ¿Se imaginan que, por opinar diferente o por trabajar en un medio crítico, fueran obligados a tomar un fusil y enfrentar a los yihadistas? Eso sucede hoy en Burkina Faso.
La tentación del poder es universal. Recordemos, aquí en México, los treinta días de disculpas impuestos a una ciudadana en X —Twitter para los cuates— por un tuit calificado de violencia política de género. No fue enviada a la guerra, pero la lógica es la misma: el poder siempre busca justificarse, minimizar el abuso y normalizar lo inaceptable.
Lo que no debe olvidarse es cómo llegó Traoré al poder. En septiembre de 2022 encabezó un golpe de Estado, suspendió la Constitución y disolvió al gobierno de transición. Después creó un órgano legislativo a su medida, con 71 integrantes, de los cuales 20 fueron designados directamente por él. Prometió elecciones democráticas, pero hoy esas urnas siguen aplazadas indefinidamente bajo el pretexto de la inseguridad. El guion es conocido: cuando la urgencia del momento se convierte en excusa para concentrar el poder, lo excepcional se normaliza y la transición se eterniza. ¿Les suena lejano? En realidad, no tanto. México también sabe de gobiernos que alargan promesas, cambian reglas y justifican abusos en nombre de causas “mayores”.
Lo inquietante es que Traoré sigue siendo popular. Su pueblo, cansado de vivir con miedo, justifica la pérdida de libertades con tal de no ser masacrado. Y ahí está la pregunta incómoda: ¿qué elegiríamos nosotros si tuviéramos que escoger entre la libertad y la vida?
La historia de Burkina Faso es un espejo. Nos recuerda que la juventud no es garantía de democracia ni de justicia. Elegir gobernantes jóvenes no asegura instituciones fuertes ni un poder más limpio. La tentación de convertirse en carcelero bajo la máscara de salvador acecha tanto a viejos caciques como a líderes recién llegados.
Burkina Faso está lejos, pero la advertencia está cerca: el poder, cuando se desborda, termina pareciéndose en todas partes.