Crónica narrada por el periodista Fabián Robles.
Dicen que cuando alguien muere, en realidad deja de existir desde el momento en que ya no se le recuerda y cae en el profundo barranco del olvido.
Pero ese no es el caso ni el motivo por el que ahora nos encontramos en esta sala del Palacio Legislativo donde Sergio Enrique Díaz Díaz recibió la presea “Miguel N. Lira” en los años 2002, 2006 y 2011, merced a su trabajo periodístico en El Sol de Tlaxcala, su segunda casa durante casi la mitad de su vida.
Hoy, gracias a la iniciativa de Edgar García Gallegos, estamos aquí para recordarle y rendirle un sencillo, pero afectuoso homenaje, a un año de su partida de este plano terrenal.
El doctor Carlos Lacayo, en su libro “Epitafios” reflexiona así sobre lo que viene después del momento de nuestra partida, sí, de esa de la que nadie escapa: “algunas veces nos recuerda la gente que nos extraña; otras veces nos extraña la gente que nos recuerda”.
El mismo galeno -huamantleco tenía que ser- pontifica: “todo tiene que morir algún día; lo importante es que no muera todo el mismo día”.
El escritor y periodista colombiano Gabriel García Márquez, reflexionaba así: “la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido. Recordar es fácil para el que tiene memoria; olvidarse es difícil para quien tiene corazón”.
De eso se trata hoy: recordar con el corazón un puñado de anécdotas vividas al lado de Chequito -como le decía, a cambio de que él me dijera Zotoluco, por aquella mi afición a los toros- en los lejanos tiempos de 1994 cuando fuimos compañeros en el periódico El Universal Tlaxcala.
En esa extensión del llamado “gran diario de México” -de efímera, pero inigualable existencia en el estado-, aprendimos “a pensar en la rutina del caos”, como dijera García Márquez; esa que nos llevaba día a día a una competencia feroz, pero ante todo leal y honesta, sin rencores, por ganar “la de ocho” como decimos en el gremio.
Y como el escritor argentino Jorge Luis Borges decía que “los periodistas somos la memoria de los otros”, vamos a hurgar en ella -a veces nebulosa, a veces como un cielo límpido- para recordar, aunque sea brevemente, a Sergio Enrique, con la certeza de ningún periodista muere nunca y porque la muerte da valor a la vida.
O como apuntaba Gabo, eterno Gabo, colombiano y Nobel de Literatura: “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Así recuerdo estos retazos de vida con Chequito. Así los cuento.
Es mi orgullo haber nacido,
en el barrio más humilde;
alejado del bullicio,
y de la falsa sociedad…
Yo no tengo la desgracia,
de no ser hijo del pueblo;
yo me cuento entre la gente,
que no tiene falsedad…
Las primeras estrofas de “El hijo del pueblo” que salen desde la bocina de un teléfono móvil, rompen la paz casi siempre inalterable del camposanto. Hoy, domingo soleado y sin viento.
Paladas de tierra húmeda caen sobre el féretro café de madera, último reposo de quien fuera jefe de información de El Sol de Tlaxcala durante años.
Inconfundible, la voz de Sergio Enrique Díaz Díaz gorjea la canción compuesta por José Alfredo Jiménez, uno de sus ídolos y también de su padre Manuel, junto a quien ya descansa en el cementerio de San José Xicohténcatl; en esa tierra que hoy lo reclamó, la misma que lo adoptó hace décadas cuando en familia llegó procedente del Distrito Federal.
Más de una persona en el sepelio enjuga sus lágrimas sin interrumpir el llanto surgido de las cuerdas de aquella guitarra, compañera fiel de tantas serenatas y noches de bohemia hasta el amanecer, compartidas con el hombre que hizo de su entrañable overol café un signo identitario, parte de su piel de muchos días en los últimos años.
Respetuosa, la gente escucha en silencio la interpretación musical cargada de sentimiento en voz de quien ya no está en este mundo terrenal.
Música y guitarra, invitadas infaltables en este “hasta pronto” de un “bohemio de afición”, como define al pie del sepulcro Paco Conde –otro periodista huamantleco- a su excondiscípulo y excompañero en El Universal Tlaxcala, allá por 1994.
Mi destino es muy parejo,
yo lo quiero como venga;
soportando una tristeza,
o detrás de una ilusión…
¿Y qué ilusión perseguía Sergio Enrique en su juventud? Ser periodista. Para y por eso, estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad del Altiplano, alma mater en la que se dio tiempo de compartir sus conocimientos, sin mezquindades, a nuevas generaciones de comunicólogos y periodistas.
En pos de ese anhelo, todavía estudiante universitario, pidió apoyo para encontrar trabajo a quien fuera su maestro de locución, José Guadalupe García, por entonces conductor del noticiero de Televisión de Tlaxcala y a la par secretario particular de Héctor Ortiz, secretario de Educación.
El locutor huamantleco envió una tarjeta a José Antonio Sagasti y le pidió que diera una oportunidad a su alumno en El Sol de Tlaxcala, periódico del que era director aquel hombre de bigote prominente y de carácter rudo, casi intratable.
“Las cosas funcionaban bien, pero un día (Sagasti) me despidió porque llevé a la oficina una nota de títeres”, contó Sergio Enrique alguna ocasión en sus redes sociales.
La nota no gustó al director de El Sol de Tlaxcala quien la consideró “una pendejada”… y es que José Antonio Sagasti odiaba los títeres, quién sabe por qué; así que, sin miramiento alguno, despidió al reportero en ciernes.
Bajo la dirección de ese hombre, Sergio Enrique fue echado del diario de los tlaxcaltecas tres veces…y tres veces regresó. Tozudo como era, la tercera fue la vencida y ahí se quedó, ahí echó raíces hasta sus últimos días.
“Así era Sagasti: rudo y cursi… terminamos siendo buenos amigos”, narró en alguna ocasión en su cuenta de Facebook quien fuera uno de los primeros ganadores del Premio Estatal de Periodismo en 2002, tiempos del gobierno del entonces perredista Alfonso Sánchez Anaya.
Por cierto, frente al güerito de rancho -como le gustaba que le dijeran al esposo de Maricarmen Ramírez, la Hilaria de Tlaxcala- Sergio Enrique tuvo los arrestos necesarios para lanzarle un contundente “vayámonos respetando, señor gobernador”.
Las cuatro palabras, pronunciadas con seguridad y firmeza, cimbraron los altos muros del Teatro Xicohténcatl y hasta pareció que las musas de la mitología griega -pintadas por el torero estadunidense John Fulton en el techo del inmueble- se ruborizaron un poco ante la osadía del reportero.
Tiempos aquellos en los que el gobierno del estado, a través del llamado “Decálogo de la Ignominia”, buscó de manera infructuosa controlar de manera ruin y perversa a los medios de comunicación. Por eso el reclamo de Sergio Enrique.
**Lloramos por un amigo,
que se ha ido al paraíso,
para nunca regresar;
lo vamos a extrañar,
adiós amigo,
querido amigo…
El reloj marca las 15:40 horas. Una alerta de WhatsApp rompe la tranquilidad del viernes 1 de septiembre, con la frialdad de un mensaje de apenas seis palabras: “una mala noticia, falleció Sergio Enrique”.
En instantes, la sorpresa da paso a la incredulidad, a la negación, pero otros mensajes similares confirman la malhadada e infausta noticia. Entonces es cierto: Sergio Enrique murió.
No es necesario saber de qué, cuándo, cómo, dónde ni por qué (hoy esas preguntas infaltables en el lenguaje y el trabajo de un periodista que se precie de serlo, quedan en el olvido, sus respuestas no interesan). Ahora lo importante es estar con él y su familia, allá en inhumaciones Montsserrat, en la ciudad de Tlaxcala, donde será velado.
A las 21:00 horas, personal de esa funeraria avisa que no saben en qué momento puede llegar el cuerpo. Esperan que les confirmen, pero calculan que será después de las 10 de la noche.
En una banca de metal ubicada frente a la entrada al velatorio, en una pequeña terraza sobre la banqueta del empedrado de la calle Morelos, esperamos. Desde ahí se divisa el movimiento de viernes de antro en la ciudad capital que a esta hora se convierte en una moderna Babel. Se escucha música por doquier. No hace frío.
Paco Conde arriba a la funeraria. Una primera coincidencia es que, a Checo, hay que recordarlo por los buenos momentos que compartimos, ya en la bohemia, ya en las lides periodísticas (a él no le gustaba referirse a esta actividad como la “talacha diaria”).
Moisés Morales, su excompañero, llega. En una camioneta de El Sol de Tlaxcala trae un par de coronas de flores.
**Nos deja un gran vacío,
que en el corazón lo sentimos,
con tan sólo recordar;
los días no volverán
a ser los mismos,
querido amigo…
Al fin relatores y notarios de la historia diaria, contagiados del mismo virus (el del periodismo), cada quien en su particular estilo, poco a poco comenzamos a desgranar las anécdotas que iniciaron allá en los albores de la década de los 90 del siglo pasado. Sí, desde entonces.
“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Otra vez la cita textual escrita por Gabriel García Márquez en su libro “Vivir para contarla”.
Y eso hacemos: recordar y contar los momentos que, de manera individual o en grupo, vivimos al lado de Chequito o Checo Quique, Checos. Cada quién su historia y su forma de contarla.
Te acuerdas de…y también cuando…te acuerdas…te acuerdas…te acuerdas…
Ahora solo eso, recuerdos que quedan en la memoria, pero más en el corazón.
Paco Conde, director de ÍndiceMedia, recuerda la vez que, en un viaje a Cancún, se tiraron del bungee y sus tiempos de universitarios al lado de otros huamantlecos “buenos para los madrazos y nunca nos rajamos”.
Y ni modo que Sergio se rajara si en sus tiempos mozos también practicó la lucha libre, al lado de sus hermanos Marco (Ray Morgan) y Víctor Manuel (Ricky Baby). Su nombre de batalla en el pancracio: la Piraña Asesina, mote que también hacía valer en el periodismo, porque cuando tenía un tema interesante para reportear o un entrevistado, no lo soltaba hasta llegar a lo último.
Por eso muchas veces, cuando teníamos información de temas espinosos, él y yo aludíamos al periodismo pirañesco, ese mismo que nos llevó a conseguir en 1994 las actas de nacimiento -una del lugar de origen en Puebla, y la otra falsificada- que presentó un hombre para que pudiera contener por la presidencia municipal de Ixtenco, sin ser nacido en ese pueblo otomí. Lo desenmascaramos y su sueño se frustró.
Víctor Acosta, excorresponsal de Televisa, se une al grupo y rememora los tiempos cuando, junto con Paco y Sergio, fueron compañeros en El Sol de Tlaxcala.
Carlos Uribe, hoy funcionario en Coracyt, se une a la charla. En su teléfono celular, nos muestra una fotografía en la que aparece él, al lado de Manuel “El Chino” Amaro (qepd), Mario Macías, Tomás Baños, Darío Amaro y un colega más cuyo nombre ya se olvidó. La imagen: de cuando Sergio Enrique fue presidente de la Unión de Periodistas del Estado de Tlaxcala (UPET) por primera vez.
Edgar Conde, ahora director de noticias en la estación de radio “La Peligrosa” de Huamantla, tiene fresca en la memoria la ocasión que invitó a varios condiscípulos de la Universidad del Altiplano a colaborar en un programa de la XEHT con el impulso, desde luego, de don Raúl Romero (qepd). El primero que aceptó fue Checo, quién más.
Lupita de la Luz, Dolores Mercado, Gerardo Meneses, Yered Gallardo, Tomás Baños y Máximo Hernández (director de El Sol de Tlaxcala), ya también están aquí, solidarios.
Víctor Manuel Ávila –hoy titular de la Oficina Local de Atención a Defensores de Derechos Humanos y Periodistas en el estado-, recuerda los tiempos de estudiantes cuando el amor por la música le unió a Sergio Enrique desde el momento mismo que se conocieron como alumnos en la Universidad del Altiplano (UDA), viernes lluvioso de agosto, principios de la década de los 90, por cierto. Entonces llevaron la primera de muchísimas serenatas. Nació entonces una añosa amistad. ¡Vaya par tan dispar!
“Algún tiempo vivió en la casa de mi madre, donde siempre fue bien recibido. Había ocasiones que, con guitarra en mano, cantábamos en el transporte público o en restaurantes para ganar algo de dinero. Otras veces nos contrataban para algunas serenatas”, cuenta el exvocero del IFE en los tiempos del chiautempense Jorge Moreno.
Frente a una taza de café, preferimos evocar tiempos idos, quizá como una manera de ocultar el dolor que embarga por la pérdida del amigo y para evitar que el llanto nos invada. Es mejor recordar así, tal cual era, al amigo que se fue…
**Ha sido difícil aguantar,
este golpe al corazón;
cómo soportar la realidad,
sobre todo este dolor…
Sábado de otoño en la capital del estado. Ya huele a feria de Tlaxcala. Mediados de octubre de 1994. El semáforo de las calles Juárez y Lardizábal cambia a rojo. Sergio Enrique detiene la marcha de su Renault 5 -emblemático “zapatito”, testigo mudo de incontables andanzas- en el carril derecho.
Del lado izquierdo de la calle, junto al edificio que alberga la Secretaría de Turismo, un conductor toca insistente el claxon de la poderosa Suburban que maneja. Baja el vidrio de la portezuela contraria y nos hace señas con la mano derecha, al tiempo que grita ordenando: “síganme”.
Sin decir nada, Sergio enfila su auto –inundado de ejemplares de El Universal en el asiento trasero- hacia donde se dirige la camioneta que continúa su marcha por la avenida Juárez. Son más o menos las diez de la mañana.
El conductor enfila hasta llegar a donde se encuentra el asta bandera –ahí cerquita del estadio Tlahuicole- y dobla hasta ubicarse justo en la parte de atrás, donde ya nos espera a Sergio, Paco Conde y a mí, entonces reporteros de El Universal Tlaxcala.
Del vehículo desciende un hombre robusto enfundado en un pants negro que en la parte trasera de la camioneta lleva bolsas repletas de frutas, verduras, hierbas, carne…mercancía de tianguis de sábado en Tlaxcala, pues.
Quién lo dijera: es el secretario de Gobierno, Federico Barbosa Gutiérrez, ¡haciendo las compras!
Amable, nos saluda de mano a los tres. Quiere platicar “de algo”, no hay duda. Por eso nos trajo hasta aquí.
Días antes, el 7 de octubre de ese 1994, en entrevista después de un acto del PRI en su sede municipal de Apizaco, el funcionario nos dijo a Valentín Ahuactzi, entonces corresponsal de Excélsior y a mí, que un narcotraficante había ofrecido al gobierno comprar el centro vacacional La Trinidad, ubicado en Santa Cruz Tlaxcala.
La oferta fue hecha -después supimos- por el clan del narcotraficante Juan García Ábrego a través de interpósitas personas. La noticia causó revuelo en el gobierno federal y los altos mandos castrenses de la época. Durante un mes, elementos del Ejército sitiaron las instalaciones de ese centro vacacional que cuenta con un helipuerto y está ubicado en un punto estratégico para el trasiego de drogas, por eso el interés de comprarlo.
En la plática con la tríada de reporteros, Barbosa Gutiérrez –segundo hombre en importancia durante el gobierno del entonces priista José Antonio Álvarez Lima- ratifica parte de lo dicho en aquella entrevista, y remata: “en Tlaxcala pasa de todo, de todo”.
Y todo, según el entonces secretario de Gobierno, significaba desde tráfico de drogas, trata de mujeres para prostituirlas, venta clandestina de armas y hasta alcohol adulterado.
En unas dos horas de conversación, también habla de otros temas delicados que involucran a la parentela de altísimos funcionarios locales priistas, con la condición de que es “off de récord”, secretos que nunca se desvelan y que se llevan hasta la tumba.
Un apretón de manos pone punto final al encuentro y el segundo más poderoso de Tlaxcala sube a su camioneta y se va sin siquiera ofrecernos una naranja… “y eso que llevaba un costal lleno. ¿Se dieron cuenta?”, anota Sergio Enrique con su ojo escrutador de buen cronista que guarda todo detalle en la memoria para después compartirlo con los lectores.
**Este llanto es por un amigo que se fue,
que se nos ha adelantado en el camino;
y que Dios ha decidido tenerlo con él,
allá cantará como lo hizo ayer…
El teléfono de la redacción de El Universal Tlaxcala suena insistente. Pasa del mediodía en un día cualquiera de la semana. Coincidencia pura o pura coincidencia, Sergio Enrique es el único en ese momento ahí. No le queda más remedio que contestar.
La llamada es breve, casi como un suspiro. Después, un segundo eterno de silencio y luego el clásico bip, bip, bip, indicativo de que quien está del otro lado del auricular, ya colgó.
“Me acaban de amenazar”, palabras más, palabras menos alcanza a decir Checo a los colegas del periódico que llegan en grupo quizá un par de minutos después de la llamada.
Sergio Enrique está trémulo y no atina a responder, bien a bien, el alud de preguntas sin respuesta: ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo?
El resto del día Sergio está inquieto. Al caer la tarde a Lupita de la Luz, Patricia Montiel, Paco Conde y un servidor -paisanos todos- nos pide no dejarlo regresar solo a Huamantla y viajar en grupo al día siguiente -y los que hagan falta- para llegar a las oficinas del periódico, ubicadas en el famoso Callejón del Hambre, ahí a la vuelta de la zapatería Canadá, a unos pasos de la iglesia de San José.
Y es que hay motivos para sentir temor. Sergio Enrique sabe por qué.
Días después del encuentro casi subrepticio con Federico Barbosa, el entonces responsable de la edición en Tlaxcala de El Universal, Arturo Luna Silva, convocó a algunos de quienes formábamos parte de la redacción a una reunión para plantearnos que había comenzado a trabajar en un reportaje, a partir de lo declarado por el secretario de Gobierno.
La advertencia es clara, porque se trata de tema delicado hasta nuestros días: el narco, los decomisos de droga y pistas clandestinas en Tlaxcala para el aterrizaje de avionetas cargadas de estupefacientes. Sí, en esos tiempos de 1994, aunque parezca increíble. No por nada Federico Barbosa sostenía que aquí “pasa de todo”.
No es obligatorio participar en la búsqueda de información y ni siquiera en la redacción del texto. Quien decide hacerlo, también tiene la libertad de autorizar si su nombre aparece como autor o no del reportaje. Todo, en aras de la seguridad personal de cada quién.
El texto -por cierto, quizá el primer reportaje de esa naturaleza y magnitud en la historia del periodismo en el estado- aparece como nota principal en la edición del periódico solo con los nombres de Arturo Luna y Sergio Enrique Díaz, aunque algunos más también colaboramos en el aporte de información.
En una plana -fotografías incluidas- el reportaje versa en su parte medular sobre la incautación de avionetas -cinco, si es que la memoria no falla- utilizadas para transportar drogas. Las aeronaves estaban bajo custodia de la entonces Procuraduría General de la República (PGR) en el aeropuerto de Atlangatepec, en esos tiempos a cargo del Ejército.
“Me intentaron sacar de la carretera”, me dijo Arturo Luna, días después de publicado el reportaje. Algo similar quizá le comentó al resto del equipo, de ahí que la zozobra en Sergio Enrique creciera por razones lógicas.
Solo entonces a Checo los compañeros le dijeron que la primera amenaza telefónica que recibió, había sido una broma de mal gusto de alguien de la redacción. El nombre del autor intelectual ni el material de esa llamada ya no importa. Afortunadamente, nada pasó.
Aun así, solidarios como paisanos, en la medida de nuestros tiempos, procuramos viajar casi todos los días junto a Sergio Enrique en su “zapatito” Renault de Huamantla a Tlaxcala y viceversa, hasta que el miedo pasó… eso sí, cooperábamos para la gasolina porque el “raid” no era gratis.
De los intentos reales de intimidación nunca se supo de dónde provinieron. Quizá, solo quizá, fueron “cortesía” de Jorge Francisco Miranda Noricumbo, entonces delegado de la PGR y luego nombrado director de Bienes Asegurados de esa dependencia.
Los días de ese tristemente célebre exfuncionario -según contó el propio Sergio Enrique en alguna de sus columnas semanales en las páginas de El Sol de Tlaxcala- concluyeron en su asesinato, aunque las autoridades de la época pretextaron un infarto y así evitaron un escándalo mayúsculo.
Al poco tiempo de publicado el reportaje, las avionetas incautadas al narco y resguardadas por la PGR, desaparecieron misteriosamente del aeropuerto de Atlangatepec. Nunca se supo de su destino. La única evidencia -firmada por Arturo Luna y Sergio Enrique Díaz- quedó en las páginas de El Universal Tlaxcala que en febrero de 1995 dejó de imprimirse.
Desde entonces, cada quien tomó su camino. El de Sergio Enrique acabó en la redacción de El Sol de Tlaxcala, hasta el fin de sus días.
**Este llanto es por un amigo que se fue,
porque así es la vida, así es el destino;
cada triunfo cada aplauso, son suyos también,
y estas lágrimas son pensando en él:
el amigo que se fue…
Temas espinosos como esos y otro más de escándalo, nunca faltaron en el trabajo reporteril de Sergio Enrique, siempre acucioso, puntual con el dato preciso, la investigación robusta, el olfato desarrollado para atrapar historias de la historia de Tlaxcala, ya con sus notas, ya con sus reportajes o crónicas, y con sus columnas.
Ese trabajo de prácticamente tres décadas le valió a Sergio Enrique ganar varios premios de periodismo, de esos que se ganan, no que se otorgan. Premios que hoy, a un año de distancia de su partida, se vuelven una extensión de su nombre y de su vida.
Huellas indelebles de hacer periodismo, porque si algo hay que reconocerle es que, con esa pirañesca intuición y vocación innata, él no jugaba a hacer periodismo: hacía periodismo y lo practicaba casi en todos sus géneros.
Y es que el periodismo circulaba como sangre por sus venas con la fluidez de la música, acaso dijera algún escritor. Tal como lo hacía en aquellas serenatas de madrugadas románticas y bohemias a la luz de la luna, o en noches gélidas y hasta lluviosas. Lo importante para él era ser y estar.
Julio Scherer, fundador de la revista Proceso y periodista sin par, decía a propósito de los amigos: “dos mitades que integran una unidad inseparable. La vida de dos, en uno. Las contradicciones que unen en un interés recíproco (el de nosotros, hacer periodismo, e hicimos de ellas un motivo para la amistad)”.
Gabriel García Márquez decía que “la vida, no conoce de final alguno”. Entonces podemos colegir que la de Chequito, no ha terminado.
Sergio Enrique sigue aquí, entre nosotros. La única diferencia es que “alcanzó a su padre en alguno de los caminos de la eternidad”, dijera el escritor Juan Rulfo.
Ahora que duerme su noche en la paz de Dios, Sergio Enrique está a la vera de su querido Jolopo, como le decía de cariño a su padre.
Y por qué no decirlo: ahora que está allá, en la redacción celestial, quizá de vez en cuando se ponga a reportear al lado de Pedro Morales y Juan Ramón Nava, como en los tiempos de El Universal Tlaxcala.
Hasta pronto.
**Este llanto es por un amigo que se fue,
porque así es la vida, así es el destino;
cada triunfo cada aplauso, son suyos también,
y estas lágrimas son pensando en él:
el amigo que se fue…
Fabián Robles
periodista
Agosto 2024
(Nota: las estrofas marcadas con ** corresponden a la letra de la canción “El amigo que se fue”, del grupo Intocable)