En el siglo XXI cualquiera puede convertirse en experto con un anillo de luz y una cuenta de TikTok. Bastan treinta segundos, un filtro favorecedor y un tono de autoridad para hablar de vacunas, economía o traumas infantiles. No se necesita leer, solo sonar convincente. Y, a veces, ni eso.
Ante semejante escenario, China ha decidido poner orden en el caos digital. Desde octubre de 2025, los influencers que hablen de medicina, derecho, psicología, educación o finanzas deberán mostrar sus credenciales reales; las plataformas tendrán que verificar títulos y eliminar a los impostores. Una cruzada contra la desinformación que busca frenar la epidemia del “yo opino porque puedo”. Y sí, a primera vista suena sensato: hay vidas arruinadas por consejos médicos falsos, diagnósticos emocionales de salón y promesas financieras tan milagrosas como las pirámides.
Pero la línea entre proteger y controlar es más delgada que un cable de fibra óptica. China no solo exige títulos: también castiga el “pesimismo excesivo”, borra publicaciones que cuestionan al poder y decide qué voces merecen ser escuchadas. Regular el conocimiento puede ser prudente; regular la opinión, peligroso. Porque cuando el Estado se convierte en curador de la verdad, la verdad deja de ser múltiple y empieza a ser oficial.
El dilema no es menor. ¿Debe el gobierno determinar quién puede hablar de qué? ¿O deberíamos, como sociedad, aprender a distinguir entre un especialista y un charlatán digital? En México, donde abundan los gurús de la salud holística, los psicólogos de pantalla y los abogados de storytime, la pregunta no es si necesitamos regulación, sino si somos capaces de pensar por cuenta propia.
Porque sí, regular tiene su lógica: hay daños reales en la desinformación. Pero también hay daños sutiles en renunciar a discernir. Creer que el ciudadano necesita que el gobierno le diga a quién creerle es, en el fondo, una forma de subestimar su inteligencia.
Quizá la verdadera alfabetización del futuro no esté en los títulos colgados en la pared, sino en la capacidad de duda. Dudar del influencer, del algoritmo, del político y —por incómodo que suene— de uno mismo.
Al final, si necesitamos una licencia para opinar, tal vez el problema no sea la falta de expertos, sino el exceso de creyentes.