“Creo que nos estamos volviendo ciegos. Ciegos que ven. Ciegos que, viendo, no ven.» José Saramago
Este 18 de junio se cumplen quince años de la muerte de José Saramago. Y no se me ocurre un mejor momento para volver a él. En medio de un mundo que parece crujir por dentro, donde la guerra se ha vuelto paisaje, la mentira moneda de cambio, y el odio un lenguaje cotidiano, regresar a Saramago no es una indulgencia intelectual, es una necesidad vital.
Porque mientras Israel e Irán intercambian ataques con precisión escalofriante, mientras Rusia y Ucrania perpetúan una guerra que ha dejado ya miles de muertos, mientras en Estados Unidos se endurecen la medidas contra los migrantes, en Nigeria, cristianos son masacrados por su fe, y esa noticia, apenas si rasguña los titulares del mundo.
La indignación se volvió selectiva. La empatía, condicional. Las redes sociales — esas plazas públicas del siglo XXI— premian el escándalo, no la verdad. Y entre tanto ruido, el pensamiento se convierte en un acto subversivo.
Ahí es donde Saramago nos sigue siendo útil. No escribía para adormecer ni para complacer. Escribía para sacudir. Para forzar a sus lectores a mirar donde preferirían no mirar, para enfrentarnos con nuestras propias contradicciones y miserias. Ensayo sobre la ceguera no es sólo una parábola sobre una epidemia. Es un retrato brutal de cómo, en la oscuridad, se revelan nuestras verdaderas formas. Y tal vez lo más inquietante: de cómo podemos ver y, aún así, no querer ver. Hoy, esa ceguera elegida está en todas partes. En los líderes que niegan las crisis. En quienes reducen el dolor humano a cifras o banderas. En los que creen que lo que no ocurre en su país, no ocurre. En los que callan para no incomodar, o para no perder seguidores.
Pero hay que resistir. Buscar refugios, sí. Leer, escribir, conversar con quienes aún creen que el mundo puede pensarse distinto. Y también actuar desde lo local, desde nuestras capacidades: abrir una biblioteca, cuidar a un animal, tender la mano al migrante, exigir justicia para quien no la tiene, sembrar belleza donde todo parece árido.
Porque aunque el mundo arda, aunque la barbarie se vista de diplomacia o dealgoritmo, mientras queden lectores de Saramago, habrá quien recuerde que todavía es posible ver. Y ver con los ojos abiertos, incómodos, vivos.
