En la era de los feeds infinitos y los trending topics, la realidad se filtra a través de pantallas que dictan qué merece nuestra indignación y qué se olvida con un scroll. Marianne Gonzaga, influencer de apenas 17 años, se convirtió en un icono de esta paradoja: casi mata a alguien y, pocos meses después, sigue publicando contenido, mientras la mayoría de nosotros trata de digerir la violencia que nunca debería ser espectáculo.

La declaración que se le atribuye —“porque después de apuñalar a alguien, tengo derecho a seguir haciendo contenido”— circula como meme y resumen de una percepción pública que oscila entre incredulidad, indignación y, para algunos, un inexplicable perdón colectivo. La frase, verdadera o no, refleja un fenómeno más profundo: la desconexión ética en la era digital, donde el daño real se diluye entre likes, seguidores y views.

Pero la historia no es sólo de redes sociales. Es también un espejo de la violencia que atraviesa México, donde cada homicidio, cada ataque impune, se convierte en cifra en un reporte, mientras la percepción de seguridad cae y la vida cotidiana se resigna a esquivar el peligro. La indiferencia mediática frente al dolor ajeno y la fascinación por la notoriedad se cruzan, y el público se pregunta: ¿es justo que quien agrede conserve su lugar en la pantalla, mientras la víctima carga con las secuelas?

Aquí, la reflexión es doble. Primero, sobre la ética de los creadores de contenido: la fama no exonera de responsabilidad; la visibilidad digital no puede justificar la banalización de la violencia. Segundo, sobre nuestra propia mirada: los espectadores de internet debemos cuestionar qué apoyamos con un like, qué tragedias consumimos como entretenimiento y cómo reaccionamos ante la impunidad disfrazada de espectáculo.

En un país donde la violencia nos toca a todos —directa o indirectamente—, el desafío no es sólo la justicia legal, sino la justicia moral y social: no normalizar el daño, no aplaudir la notoriedad obtenida a costa del dolor ajeno. Y si queremos un México más seguro y más ético, debemos empezar por la atención consciente, por mirar, pero realmente ver, y por exigir coherencia entre el mundo digital y la vida real.

Porque la fama que se construye sobre sangre y miedo no debería prosperar, ni en pantallas ni en nuestra memoria colectiva.