Vivimos tiempos extraños: mientras la ciencia avanza a pasos de gigante, una porción de la humanidad parece empeñada en caminar hacia atrás. La Organización Mundial de la Salud acaba de lanzar una advertencia: no es la falta de vacunas lo que nos amenaza, sino la falta de confianza en ellas. Una paradoja brutal: tenemos la cura en la mano, pero decidimos no usarla.

El fenómeno no es casual ni inocente. Entre la desinformación amplificada en redes sociales, la reducción en presupuestos públicos y los conflictos que fragmentan países enteros, se ha gestado una crisis silenciosa: la del descreimiento. El sarampión, esa enfermedad que en los noventa creíamos derrotada, vuelve a tocar la puerta. Y no es un dato menor: en 52 de 55 países analizados la confianza en las vacunas cayó en picada durante la pandemia. Décadas de progreso amenazadas por un puñado de teorías conspirativas y el eco infinito de un clic.

México, por supuesto, no escapa de este espejo mundial. Hoy acumulamos 4,353 casos confirmados de sarampión y 17 fallecimientos, en un repunte que nos coloca a la cabeza de América Latina. La capital concentra la mayoría de contagios, pero la epidemia ya se extendió a 23 estados. En otras palabras: el enemigo ya no está en los libros de historia, está en las calles.

Las autoridades han reaccionado con campañas urgentes —brigadas en aeropuertos, jornadas de vacunación intensivas, distribución de millones de dosis—, pero no basta con jeringas y biológicos. La verdadera vacuna que necesitamos es contra la desinformación: recuperar la confianza, reconstruir la certeza de que inmunizarse no es solo un acto individual, sino una responsabilidad colectiva.

Al final, el dilema es simple: o nos vacunamos contra la ignorancia y el miedo, o permitimos que el sarampión —esa enfermedad que nuestros abuelos ya habían vencido— nos derrote en pleno siglo XXI. Y ojo: el sarampión no cree en likes, no se cura con cadenas de WhatsApp ni se espanta con teorías conspirativas. Si seguimos dudando, lo único viral no será el meme de moda, sino la epidemia que ya nos respira en la nuca.