Llueve. Llueve más de lo normal. Llueve en las ciudades y en los pueblos, sobre los techos de lámina y las losas de concreto, en las avenidas recién pavimentadas y en las calles de tierra que apenas resisten el paso de un camión. Llueve y, como cada temporada, nos sorprenden las mismas escenas: alcantarillas desbordadas, calles convertidas en ríos, casas anegadas, angustias cotidianas.

Este 2025 ha traído más agua que el año anterior. Según datos del Servicio Meteorológico Nacional, se ha registrado un incremento del 18% en la precipitación acumulada respecto al mismo periodo de 2024. Las lluvias han llegado acompañadas de granizadas más frecuentes e intensas: tan sólo entre mayo y julio se han reportado 14 eventos de granizo en el centro del país, frente a los 9 del año pasado. El cambio climático nos da señales, pero también lo hace la infraestructura que tenemos —o mejor dicho, la que no tenemos—.

Y es que los drenajes, tanto sanitarios como pluviales, no son prioridad para nadie. No se cortan listones. No lucen en las redes sociales. Son obras que se entierran, literal y simbólicamente, porque en el juego político importa más lo que se ve que lo que funciona. Se invierte en parques vistosos, glorietas, luminarias LED, pero se olvida lo esencial: una ciudad sin drenaje funcional es una ciudad sin dignidad.

En muchas zonas de México y de Tlaxcala, los sistemas de drenaje son antiguos, insuficientes o simplemente inexistentes. La inversión en mantenimiento ha sido mínima. Y cuando llueve, los drenajes colapsan como si fuera un castigo divino y no la consecuencia lógica de años de abandono.

Pero no todo es culpa del gobierno. También hay corresponsabilidad ciudadana. Basta recorrer una calle al día siguiente de la lluvia para ver bolsas, envases, latas. O mejor aún, caminar cualquier mañana en el Parque de San Nicolás o sobre Avenida Independencia, en la capital tlaxcalteca, donde hay quienes piensan que la banqueta es extensión natural del bote de basura. Y sin embargo, aunque no nos guste, hay una verdad sencilla: entre menos se paga por el agua, menos posibilidades hay de contar con un sistema que funcione. Los organismos operadores dependen del ingreso para gestionar redes, desazolvar, modernizar. Si no se invierte en lo que se entierra, se paga —más caro y con urgencia— cuando brota a la superficie.

Necesitamos un cambio de enfoque. La calidad de vida no se mide sólo la cantidad de concreto expuesto, también por lo que fluye bajo tierra: agua limpia que llega, aguas negras que se van, lluvias que no se estancan. Necesitamos campañas de desazolve continuo, educación ambiental, sanciones efectivas a quien tira basura en la vía pública y, sobre todo, voluntad política para hacer lo correcto aunque no luzca en la foto.

Porque sí: lo enterrado también importa. Y cuando no se cuida, nos inunda.