En política, los gestos suelen hablar más que las palabras. Lo sucedido en el cierre de la Comisión Permanente en el Senado lo confirma: un intercambio de insultos entre Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña terminó en empujones y manotazos, bajo la mirada atónita de senadores y diputados que, entre risas nerviosas y celulares al aire, fueron testigos de cómo la representación popular se convirtió en espectáculo de barrio.

La escena de este miércoles en el Senado no es inédita. La historia parlamentaria mexicana guarda memoria de zafarranchos que parecían más propios de una arena de box que de la casa de las leyes: diputados lanzándose sillas en 1998, tribunas tomadas a empujones en 2006 para impedir el informe de Vicente Fox, micrófonos usados como armas improvisadas en el Congreso de Tabasco en 2018 o jaloneos recientes en congresos locales como Veracruz y San Luis Potosí. México no está solo en este catálogo del despropósito: basta mirar a Taiwán, donde los legisladores se arrojan agua y pescado podrido, o a Ucrania, donde alguna vez usaron gas lacrimógeno en plena sesión. En todas esas estampas, lo que se repite es el mismo guion: la política reducida al músculo, la palabra sustituida por el golpe, la tribuna degradada a ring.

No es casualidad que esta bronca se diera entre dos de los políticos más estridentes de la escena nacional. Noroña, especialista en la descalificación altisonante; Alito, hábil en el insulto y la provocación. Ambos encontraron en el cuerpo a cuerpo una manera de recordarnos que la política mexicana, en pleno 2025, todavía se desliza con demasiada facilidad hacia la confrontación personal, en vez de centrarse en los problemas que esperan respuestas: una economía desigual, una inseguridad galopante, una sociedad fatigada de espectáculos baratos.

Pero conviene mirar más allá del estruendo. Porque mientras las cámaras y los micrófonos se centraban en los puños, se esfumaba de la conversación pública la incomodidad de las últimas 24 horas: la casa de 12 millones de pesos de Noroña.

Los golpes en el Congreso no son sólo anécdotas pintorescas: son síntomas de una degradación del debate político, una renuncia al argumento y una entrega al espectáculo. Y, al mismo tiempo, funcionan como cortinas de humo eficaces.

El Parlamento debería el lugar donde las diferencias se confrontan con argumentos, no con golpes. Pero este miércoles, en el Senado, lo que vimos fue una metáfora más de un país donde el ruido le gana al silencio reflexivo, donde el insulto tiene más rating que la propuesta, donde la tribuna se nos volvió, una vez más, cuadrilátero. Y ahí es cuando los ciudadanos deberíamos preguntarnos qué es lo que de verdad importa: los golpes que se ven, o los que nos dan todos los días sin levantar la mano.