Leticia Valera González

Alguna vez me preguntaron ¿Por qué las mujeres estamos obsesionadas por incursionar en el espacio público?, ¿Acaso no es más cómodo estar en casa, dedicarse a los hijos, a mantener perfectamente ordenado el hogar, preparar los manjares más deliciosos al gusto de cada uno de los miembros de la familia y esperar que el marido provea de los insumos necesarios para satisfacer nuestras necesidades?

Eso suena muy romántico y enternecedor, demasiado para mi gusto, y justamente creo que es una de las bases ideológicas del amor romántico, pero de ello hablaré en una próxima entrega; lo cierto es que durante siglos efectivamente los intereses de las mujeres se centraron en satisfacer las necesidades de los demás, éramos seres para los otros, y en ello radicaba o creíamos que radicaba no sólo nuestra felicidad, sino hasta nuestra razón de ser.

Sin embargo, esa satisfacción total sólo podría ser concebida en un mundo ideal, lo cierto es que evidentemente las mujeres no se sentían plenas en el confinamiento del ámbito doméstico por múltiples razones; en principio, porque somos seres sociales y sociables, es decir, necesitamos de esa interacción con los demás, que nos permita la vinculación con entornos distintos; muchas veces el espacio comunitario nos permitió suplir en parte esa necesidad de socialización, pero de manera efímera y parcial.

Por otra parte, el trabajo doméstico y de cuidados, asumido históricamente como exclusivo de las mujeres, no es valorado y mucho menos remunerado, es decir, las mujeres dedicábamos prácticamente todo nuestro día a labores domésticas sin que existiera el mínimo reconocimiento a nuestra función, reproductiva por cierto; además del desgaste físico y mental que representaba, lo cual generalmente resulta en enfermedades psicosomáticas inexplicables.

Lo más grave de este asunto es que el propio sistema nos mentalizó y nos programó para que nosotras mismas minimizáramos esta noble labor, muchas veces escuchamos de las propias mujeres frases como “Yo no trabajo, sólo soy ama de casa”, contribuyendo así a invisibilizar y desvalorizar nuestro trabajo.

Adicionalmente, al tratarse de actividades no remuneradas, evidentemente no recibimos ingresos por ellas, lo cual agudizó las relaciones de subordinación de las mujeres respecto de los hombres, ya que la dependencia económica genera muchos otros tipos de dependencia que se derivan en la falta de autonomía en la toma decisiones.

En este sentido, es fácil imaginar que la toma de decisiones importantes respecto al uso de los recursos y la formación de patrimonio, entre otras, recayeron durante siglos en los hombres, de tal manera que las mujeres tendíamos a depender primero de nuestros padres y hermanos, posteriormente de los maridos, e incluso de nuestros hijos varones.

Pero, ¿Esto realmente nos hacía felices?, yo creo que no. Si bien es cierto muchas mujeres encuentran satisfacción en ese rol tradicional, la gran mayoría necesita más que eso para su realización plena. El acceso a la educación sin duda contribuyó a abrir nuevos horizontes y ampliar las expectativas de vida y de desarrollo de las mujeres, transformando nuestra cosmovisión, provocando hambre y sed de conquistar ese gran mundo denominado espacio público.

Desde luego, nuestra participación en el ámbito público fue gradual, pero permanente, porque además de representar la obtención de una remuneración económica por el trabajo desempeñado, con la consecuente posibilidad de satisfacer nuestras necesidades prácticas, con la autonomía que esto implica; nos permitió obtener un lugar dentro de la sociedad y de construir un prestigio y obtener el reconocimiento con base en nuestro esfuerzo y nuestras capacidades.

Como podrá observarse, el objetivo no es menor, se trata ni más ni menos de dotarnos de identidad, más aún, de conseguir un valor social, que hasta hace muy poco nos había sido negado.

También hay quienes piensan que con nuestra incursión al ámbito profesional y laboral, quienes perdimos fuimos precisamente las mujeres, ya que ahora tenemos que cumplir con dobles y, posiblemente, hasta triples jornadas laborales, un tema desde luego es muy complejo por la multiplicidad de aristas que tiene, pero más allá de ello, las mujeres nos esforzamos cada día por hacer las cosas lo mejor posible, por prepararnos, por avanzar, muchas veces exigiéndonos de forma excesiva, y valoramos intensamente cada logro, porque es muy claro que nos ha costado mucho más obtenerlo.

Por todo lo anterior, estamos decididas a continuar en esta lucha, a veces tediosa, a veces imponente, y muchas más, decepcionante, pero siempre con nuevos bríos, agradecidas porque tenemos el privilegio que no tuvieron las mujeres de las generaciones que nos antecedieron y, que es resultado de las batallas que dieron muchas de ellas, y las que actualmente libramos, de manera cotidiana, sin afán de invadir, sino de compartir el espacio público.