El 19 de septiembre no es una fecha en el calendario mexicano: es una herida y, al mismo tiempo, una cicatriz. Hoy, cuatro décadas después del terremoto de 1985, recordamos aquel amanecer en que la Ciudad de México se derrumbó sobre sí misma. Miles de vidas quedaron sepultadas bajo concreto y polvo, y el país entero descubrió la fragilidad de una metrópoli erigida sobre suelo traicionero. Pero de esas ruinas surgió algo más poderoso que el acero y el cemento: una ciudadanía que, sin esperar órdenes, rescató, sostuvo, curó y exigió. Los “topos” —héroes anónimos— simbolizaron la dignidad de un pueblo que no se resignó a la tragedia ni al silencio oficial.
De aquel dolor nacieron instituciones y hábitos que nos definen: el Sistema de Alerta Sísmica, códigos de construcción más estrictos, simulacros que cada 19 de septiembre detienen al país para recordarnos que la prevención salva vidas. No fue un regalo del gobierno, sino una conquista ciudadana.
Treinta y dos años después, en 2017, la tierra volvió a sacudirnos. Otra vez cayeron edificios, otra vez lloramos a cientos de víctimas. Pero también fue evidente que habíamos aprendido: los protocolos se activaron, los voluntarios se multiplicaron. Quedaron expuestas desigualdades —construcciones precarias en barrios pobres—, pero la respuesta fue más rápida, más consciente, más organizada. El país había pasado de la improvisación a la cultura de la protección civil, entendiendo que la resiliencia no se improvisa: se educa, se entrena, se construye cada día.
Sin embargo, no todos los pueblos enfrentan la furia de la naturaleza con las mismas herramientas. En Afganistán, un reciente terremoto en Nangarhar dejó más de dos mil muertos. Allí, las víctimas no fueron sólo de la tierra que tembló, sino de los dogmas que encadenan a las mujeres: muchas quedaron atrapadas sin rescate porque la religión prohibió a hombres tocarlas; otras murieron sin atención médica porque no tenían un tutor masculino que las acompañara. La naturaleza derrumbó edificios; las normas derrumbaron la dignidad.
Mientras México ha hecho de la inclusión su fuerza, Afganistán nos muestra el reverso: cuando la cultura de prevención cede ante la cultura de la exclusión, el desastre natural se convierte en catástrofe humana.
Por eso, al conmemorar a las víctimas de 1985 y 2017, no sólo hablamos de memoria: hablamos de futuro. La mejor manera de honrarlas es fortalecer una protección civil que sea equitativa, laica y solidaria. Invertir en educación, tecnología y comunidad. Entender que, tarde o temprano, la tierra volverá a moverse, pero que lo verdaderamente inmóvil debe ser nuestra convicción de que ninguna vida es sacrificable, ninguna voz prescindible, ningún cuerpo invisible.
-Anabel Alvarado