En México, se ha abierto nuevamente el debate sobre una nueva reforma electoral. La discusión, aunque técnica en apariencia, es profundamente política: lo que está en juego es la calidad de nuestra democracia. No se trata sólo de modificar leyes o estructuras institucionales, sino de repensar el sistema electoral para hacerlo más eficiente, más representativo, más transparente y más justo.
Uno de los primeros temas que debe ponerse sobre la mesa es el fortalecimiento de las instituciones encargadas de organizar las elecciones, tanto el INE como los organismos electorales locales. Si algo nos enseñó la reciente elección judicial del país es que sin recursos suficientes, sin capacidades técnicas garantizadas y sin condiciones logísticas adecuadas, cualquier ejercicio de participación corre el riesgo de fallar. Es indispensable que estas instituciones cuenten con presupuestos robustos y autonomía real para cumplir su función con imparcialidad.
Otro punto fundamental es el financiamiento de los partidos políticos y de las campañas electorales. Existen voces que han planteado transitar hacia un modelo donde el financiamiento privado sea la principal fuente de recursos, disminuyendo las prerrogativas públicas. Esta posibilidad, aunque atractiva en el discurso de austeridad, debe ir acompañada de reglas estrictas de transparencia y fiscalización. Saber con claridad de dónde provienen los recursos de cada candidato es clave para evitar la infiltración del crimen organizado en las campañas y para garantizar que no se compren voluntades ni se vendan cargos.
También urge evaluar la efectividad de las acciones afirmativas implementadas en los últimos procesos electorales. ¿Han contribuido realmente a representar a los sectores históricamente excluidos? ¿Qué productividad legislativa han mostrado quienes accedieron al poder a través de estas medidas? Lamentablemente, hay casos de personas que simularon pertenecer a colectivos LGBTQ+ o a pueblos originarios para obtener una candidatura, desplazando a quienes sí forman parte de esos sectores. Es momento de revisar con honestidad y sin prejuicios si las acciones afirmativas están cumpliendo su objetivo o si requieren ajustes.
La representación proporcional —a través de las listas plurinominales de diputaciones y senadurías— es otro tema que divide opiniones. Mientras algunos sectores consideran que estos espacios garantizan la pluralidad y evitan la sobrerrepresentación, otros los ven como cuotas de poder sin respaldo ciudadano directo. La discusión debe abordarse con visión de Estado, reconociendo que la representación política no siempre puede medirse sólo por el número de votos.
En ese mismo sentido, urge debatir seriamente la posibilidad de implementar la segunda vuelta electoral, tanto para la presidencia como para las gubernaturas. Este mecanismo aseguraría que quien resulte electo tenga más del 50% de respaldo ciudadano, lo que fortalece su legitimidad y reduce la polarización. Países como Francia, Colombia o Chile ya utilizan este modelo con resultados positivos.
Asimismo, debemos mirar hacia el futuro y considerar la viabilidad del voto electrónico. Si bien implica riesgos técnicos, también ofrece oportunidades de ampliar la participación, reducir costos y facilitar el acceso al voto para personas con discapacidad, mexicanos en el extranjero o quienes viven en zonas apartadas. La clave está en diseñarlo con seguridad, gradualidad y certeza.
Los gobiernos de coalición también deben formar parte de esta conversación. En un sistema multipartidista como el nuestro, gobernar en solitario muchas veces implica parálisis legislativa o imposición. Establecer mecanismos claros para formar gobiernos compartidos, con agendas comunes y corresponsabilidad política, podría traducirse en mayor estabilidad, mejores políticas públicas y menos confrontación.
Estos son sólo algunos de los temas que implicaría una posible reforma electoral en México. El abanico es amplio y complejo, y atraviesa aspectos tan diversos como la fiscalización, la equidad de género, la reconfiguración del sistema de partidos, los procesos internos de selección de candidaturas, la duración de las campañas o el uso de la inteligencia artificial y las redes sociales en la propaganda política. Por ello, cualquier intento de reforma debe surgir de un análisis riguroso, plural y profundamente informado, que no busque beneficios inmediatos para algún actor en específico, sino que piense en el largo plazo de nuestra democracia.
Lo más deseable sería construir una reforma electoral a partir de la evidencia, con la participación de expertos, universidades, centros de investigación, partidos políticos, organismos electorales y ciudadanía. Sólo así podremos garantizar una democracia más sólida, reglas más justas, piso parejo para todas las fuerzas políticas y —lo más importante— que la voluntad de los ciudadanos, expresada en las urnas, sea efectivamente respetada.