Mariana LOVERA // Durante 38 meses consecutivos, Tlaxcala ha ostentado, según las cifras oficiales del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el título de la entidad con el menor índice delictivo del país. Es un dato duro, repetido con orgullo por la administración estatal, y respaldado por una inversión millonaria sin precedentes en equipamiento, tecnología y dignificación policial. Los delitos de alto impacto, aseguran, han registrado bajas sostenidas. En el papel, Tlaxcala es un oasis de paz en un país asediado por la violencia.
Sin embargo, basta darle una repasada a las redes sociales, conversar con la familia , amigos o colegas en la calle, leer los titulares locales tras un fin de semana para encontrarse con una realidad paralela y angustiante. La ciudadanía no siente ese oasis. La percepción general es de vulnerabilidad, de inquietud, de preocupación. Hechos recientes y brutales, como el hallazgo de cuerpos en la frontera con Puebla o el asesinato de una pareja en una pastelería de Zacatelco, actúan como recordatorios de que la violencia, aunque pueda estar contenida estadísticamente, sigue presente, es cercana y es sangrienta. Vamos a decirlo así, sin maquillaje y sin retoques.
Aquí reside el gran desafío que, con acierto, debo reconocer, han identificado tanto la gobernadora, Lorena Cuéllar, como el secretario de Gobierno, Luis Antonio Ramírez: la enorme y evidente brecha entre el dato y la percepción. Esta desconexión no es un problema menor de comunicación; es una crisis de confianza.
La administración estatal argumenta que su estrategia es integral. No solo se trata de patrullas y cámaras (el impresionante C-5 y la red de C-2 municipales), sino de una ambiciosa política de prevención social que atiende a decenas de miles de niños, jóvenes y mujeres. El compromiso declarado de «no descansar hasta que la seguridad que muestran los datos se sienta en la calle» es el correcto.
Sin embargo, el reto es monumental, enorme y sobre todo comprometedor. La percepción de inseguridad no se modifica solo con folletos o promocionales. Se modifica cuando las calles oscuras se iluminan, cuando los patrullajes nocturnos son constantes y visibles, cuando la respuesta ante un delito es rápida, eficaz y transparente, y cuando la justicia se ve hacerse. Se modifica cuando eventos como los de Zacatelco o la zona limítrofe con Puebla se resuelven con celeridad y se comunica con claridad a la población, sin opacidad.
Tlaxcala tiene una oportunidad histórica. Puede ser el laboratorio nacional que demuestre que es posible no solo bajar números, sino generar una paz verdadera y sentida. Los cimientos, según las cifras y la inversión, están puestos.
Ahora le toca la parte más difícil: convencer al corazón y a los instintos de los tlaxcaltecas de que lo que dice el informe es real. Eso requiere humildad para escuchar el miedo ciudadano, aunque contradiga la estadística; valentía para atacar las causas locales de violencia, para que la «paz como manera de vivir» no sea un bonito eslogan, sino una experiencia diaria en cada colonia, cada mercado y cada hogar.
