Ayer durante  la conferencia magistral “Protección y atención para personas defensoras de derechos humanos y periodistas”, lancé un cuestionamiento que involucra a quienes hacemos columnas de opinión, o notas sobre temas que calan susceptibilidades, pero también sobre aquellos que se han sentido en riesgo por realizar su labor periodística.

No era una duda teórica, surgida de un manual de ética periodística. Era el eco de llamadas telefónicas incómodas, de mensajes que se leen entre líneas, de un nudo en el estómago que se forma cuando el trabajo que uno hace con la cabeza y las convicciones, recibe como respuesta una reacción visceral que huele a intimidación, no puedo generalizar, pero creo que a más de uno de mis compañeros nos ha pasado.

Desde mi trinchera, y sé que hablo por varios colegas que hacen opinión o crítica, siempre he creído en una línea clara: nuestra pluma (o nuestro teclado) se ocupa del trabajo público, de los actos profesionales, de las decisiones que afectan a otros. La vida privada es un territorio ajeno. Por eso, cuando un funcionario o servidor público nos exige bajar una columna, nos pide cambiar el tono o, en los casos más crudos, nos lanza una amenaza, la perplejidad es profunda. ¿En qué momento la crítica a una política, a una gestión, a un discurso, se interpretó como una declaración de guerra personal? Nosotros no cruzamos esa frontera. Ellos, a veces, sí.

Mi pregunta, así sin maquillaje y sin retoques, nacía de la duda: ¿hasta dónde aguantamos? He visto colegas, con justificadísimo miedo, decidir bajar un texto. Otros, nos aferramos a no ceder, convencidos de que nuestro oficio tiene un fundamento y un derecho. Pero la presión es real, y el desgaste, emocional y a veces físico, también. ¿Es valentía o terquedad? ¿Dónde está el límite entre la prudencia y la claudicación?

La respuesta de Tobyanne Ledesma me dio un marco, pero no me dejo del todo convencida. Me hizo ver que lo que sufrimos no es un «malentendido laboral» o un «conflicto de percepciones». Es algo con nombre y apellido: es una amenaza punible. Es un hecho que subraya que la intolerancia a la crítica quiere silenciar cualquier forma de disenso, incluso la más puramente interpretativa y argumentativa. Su referencia al «bloqueo informativo a través de la amenaza» calzó perfecto con lo que sentimos: no quieren un debate de ideas, quieren un silencio obediente.

También me dejó una tarea y una exigencia. La tarea es interior: perder el miedo a nombrar la amenaza, a considerar la denuncia no como un acto de debilidad, sino de defensa legítima de nuestro espacio.